Me voy del campo pa’ la ciudad… Fotogaleria

 “Yo llegué aquí por un sueño” dice Rosa mientras alista la mesa para servir un tinto campesino recién hecho. El frío se siente más fuerte en las laderas de los cerros de Bogotá, en las partes altas del barrio la Perseverancia. Ella no prepara chicha, como muchas de las señoras que habitan este barrio tradicional de la capital, dedica su tiempo al cultivo de productos agroecológicos en su granja y a enseñar los saberes ancestrales del campo. Mientras sopla el tinto caliente, cuenta el sueño al que se refería: había un muro de ladrillo gris, y a través de este, una granja hermosa llena de plantas y frutos. Unos días después del sueño, encontró ese muro, pero detrás no había una granja sino montañas de basura y desechos. En vez de desilusionarse, decidió convertirlo en su hogar y en una de las primeras granjas agroecológicas de la ciudad. Gracias a su poder de convocatoria llegaron 250 personas, de las cuales sólo esperaba 20. Entre todos limpiaron el terreno y sacaron 250 bultos de basura.  Luego, ella y sus hijos fueron limpiando el espacio durante varios años. 







Rosa Poveda es una mujer campesina de 56 años de Moniquirá, Boyacá. Cuando tenía 6 años, su madre recibió a unos viajeros de Bogotá y les dio hospedaje y comida. Ellos terminaron robándose a su hija Rosa, a quien explotaron laboralmente como empleada de servicio, pero afortunadamente fue recuperada a los 8 años. Por miedo a que se la robaran otra vez, la mandaron a vivir a la casa de unos conocidos en la ciudad. Años después de convertirse en una de las primeras mujeres carpinteras y trabajar en oficios varios, decidió recuperar su identidad campesina. Al mostrar lo que ha cosechado, cuenta con tristeza lo que le pasó en su anterior localidad, Suba, en donde por cuenta de su activismo político y veeduría ciudadana, fue desplazada por paramilitares quienes terminaron asesinando a uno de sus hijos. Desesperada, salió corriendo de allí, pero estaba decidida a seguir luchando. 







 Con el sueño de continuar las tradiciones del campo que le enseñó su madre y abuela, se asentó en ese lugar que hoy es la granja, donde Rosa se resiste a abandonar los saberes del campo aún en la ciudad. Antes de que su abuela muriera a los 116 años, le encomendó la tarea de cuidar un banco de más de 200 especies de semillas criollas que ella y sus ancestros estuvieron guardando para resistirse a su desaparición. Entre estas, tiene más de 32 tipos de semillas de frijoles, cuando la mayoría de citadinos apenas podemos nombrar alrededor de 4. No es fácil entender que haya gente muriéndose de hambre en un país con tierras fértiles, diferentes pisos térmicos y una variedad de condiciones climáticas que permitirían sembrar y suplir el hambre y la malnutrición en el país. Sin embargo, la ley 1032 de 2006 y la Resolución 970 de 2010 prohíben la comercialización de semillas criollas y utilizan mecanismos sutiles como ciertos estándares de calidad para expandir la comercialización de transgénicos y favorecer a corporaciones internacionales poderosas que proclaman derechos de propiedad sobre semillas, material genético y plantas, entre otros. 







 Además de continuar los saberes del campo en la ciudad, Rosa tiene una apuesta política por la seguridad y soberanía alimentaria a partir de la práctica diaria y constante. Los gestos de su cara muestran las dificultades por las que ha tenido que pasar a lo largo de su vida. Es una mujer fuerte y respetada a pesar de que varias veces los pandilleros del barrio han intentado entrar a la granja y robarle. Ella ha acogido a esas mismas personas, les ha enseñado a sembrar y les ha ofrecido trabajo para que le ayuden a terminar de construir su casa. Muchas veces, como en el caso de Fabián Contreras, ellos encuentran ahí nuevas formas de vida y de resistencia a la falta de oportunidades y replican las enseñanzas de la granja en sus propios barrios. La yuca y la papa que saca de la tierra son saboreadas por visitantes de todas partes del mundo que llegan a su granja y quedan atónitos con sus historia y sabiduría, en medio del que suele ser conocido como uno de los barrios más peligrosos de Bogotá. 







 Como ella misma lo dice, la granja “es un lugar de encuentro para la paz”, en donde llegan estudiantes de universidades públicas y privadas, niños, jóvenes y adultos de todos los estratos. Rosa cree que se puede construir sociedad a partir de la enseñanza y el diálogo y siempre está dispuesta a recibir al que quiera aprender de las prácticas agroecológicas que promueve, como la alelopatía, en la que plantas de distintas especies se siembran juntas para que se cuiden entre sí, distraigan a las plagas y puedan sobrevivir y crecer. “Con esto, las plantas no necesitan ningún tipo de pesticida”. A pesar de que en las normas nacionales y las políticas públicas se ignora y a veces rechaza este tipo de iniciativas espontáneas que surgen de la sociedad para hacer frente a la falta de seguridad alimentaria, el ejemplo de Rosa muestra que las soluciones se están construyendo desde la base y que las formas de vida campesinas pueden sobrevivir aún en una ciudad densamente poblada y con poco espacio para sembrar, como Bogotá.







Escrito por: Ana María Barajas 
Fotos tomadas por: Daniel Pardo